2 de junio de 2013
BERISSO
La fiesta del intendente
Enrique Slezack festejó el ascenso de Villa San Carlos. El equipo de Berisso ganó y desató la alegría en la capital provincial del inmigrante. Te contamos cómo vivió el partido el alcalde
El 25 de mayo de 2013 no fue un día más en la vida de Enrique Slezack. Es que Villa San Carlos, el club de sus amores, se jugaba el partido más importante de su historia, el que a la postre le daría el ascenso al torneo Nacional. El mediodía se presentaba de la mejor manera. Niños, jóvenes y adultos vestidos con los colores de la Villa desfilaban por la calle Montevideo rumbo al Genacio Sálice.
Eran las 12. Faltaba una hora para el comienzo el partido y el intendente de Berisso ya estaba en el palco. La gente iba
y venía por el sector y todos se le acercaban a saludarlo. El, amablemente, hacía lo mismo. No se cansaba de saludar. Pero los nervios se reflejaban en su rostro. El jefe comunal no podía quedarse quieto más de un segundo. Se aferraba al alambrado y miraba el cielo una y mil veces. De pronto aparecieron dos personas y lo tomaron por la espalda. Quique no se movía. Era tanta la tensión que parecía no sentir nada. Los hombres que lo abrazaron eran los ex alcaldes locales Juan Enrique Nadeff y Eugenio Juzwa, ambos fanáticos del Celeste, como el actual mandatario.
Mientras tomaba unos mates, el intendente se sobresaltó al escuchar gritos. Fue inmediatamente a ver qué sucedía. Eran los jugadores de Barracas Central, que se disponían a realizar los ejercicios precompetitivos dentro del campo de juego. Slezack los miró fijamente. No les dijo nada, pero con la mirada les dijo todo. Los jugadores lo miraron de reojo. No lo conocían, pero les llamó la atención la forma en que los observaba ese “tipo”.
Volvía a su lugar mirando hacia el verde césped y de repente frenó para dialogar con La Tecla. “Hay muchos que no quieren que Berisso aparezca en el fútbol grande, pero no lo van a lograr”, apuntó, enérgico, el jefe comunal.
Eran las 12.50. Faltaban diez minutos para el comienzo del partido. Slezack se aferró nuevamente al alambrado junto a los
ex alcaldes y su cuñado. Volvió a girar y le dijo a uno de ellos: “Mirá, le pedí a Gustavo Rubio, párroco de la iglesia María Auxiliadora, que nos preste la virgen”. El alcalde caminó hacia la imagen de la Santa Madre. Frenó delante de ella. La abrazó y besó. Los hinchas lo miraron, pero no dijeron nada. La soltó. Sacó un pañuelo y se secó los ojos. Los bombos sonaban cada vez más fuerte. La gente cantaba. Era inminente el ingreso de la Villa en la cancha. Todos alentaban. Todos menos el mandatario municipal, que seguía agarrado al tejido pero con la mirada en el piso, como si buscara que el cemento le diera una buena señal.
Los equipos ya estaban en la cancha. El árbitro ajustó el intercomunicador. Lo mismo hizo el línea, que estaba justo adelante del intendente. “Ojo con lo que cobrás”, se escuchó. El juez asistente, disimuladamente, giró su cuello. Ante ese gesto, millones de “palabras” le llovieron en menos de un segundo.
Pitazo inicial y comienzo el encuentro. El partido era disputado, trabado en el mediocampo y con los nervios lógicos de una “final”. Slezack se mantenía en el alambrado y arengando a los jugadores. Iban doce minutos: pelotazo cruzado al área, el arquero visitante se confió y la dejó pasar, sin percatarse de la presencia del 8 villero, que la metió en el corazón del área para que el centrodelantero marcara el ansiado gol.
El cotejo continuaba disputado, con poco fútbol pero con mucha entrega, y el mandatario berissense no paraba de alentar y mirar la hora. “¿Cuánto falta?”, preguntaba, como si su reloj se hubiese parado. De repente, Barracas llegó al área y les cortó la respiración a las más de 4.000 personas que coparon el estadio. Es que el delantero visitante estrelló un remate en el palo en una jugada que podría haber sido el empate. Quique no sabía qué hacer. Se agarró la cabeza y miró al cielo. El primer tiempo terminó y Slezack pudo respirar unos minutos.
La segunda etapa fue similar. La pelota recorría la mitad de la cancha y muy pocas veces llegaba a las áreas. El tiempo pasaba y los nervios del alcalde aumentaban. Los últimos cinco minutos fueron interminables. El intendente caminaba por todo el palco. Las pulsaciones crecían. De repente el árbitro se llevó el silbato a la boca y dio por terminado el partido. Slezack no lo podía creer. Las lágrimas lo invadieron.
En el medio de los festejos, con los abrazos multiplicados por doquier, el jefe comunal se acercó para dialogar con La Tecla. Dijo: “Esto es el esfuerzo de una familia, de la sociedad de Berisso. Mirá cómo disfruta la gente. Hace un tiempo no podíamos comprar medias para los jugadores, ahora ya son prefesionales de verdad”.
La hinchada invadió la cancha. Los jugadores eran llevados en andas. Y el mandatario no paraba de llorar y saludar a cada uno de los que se le acercaban. Por un instante se apoyó nuevamente en el alambrado y miró el suelo. No dijo nada. De pronto se enderezó y caminó hacia el campo de juego. Había fiesta en Berisso. La fiesta del intendente.